Al final de cuentas, para el hambre atroz puede ser tan bueno un muslo humano como uno de pollo. Bien condimentado ha de saber , tal vez, mejor, pero ¿es así? El problema no es lo que se come (ya lo dice el refrán: para el hambre no hay pan duro), el problema es cómo se ha conseguido ese alimento y a qué remite ese alimento.
El hombre a comer puede ser tanto un cadáver antiguo como un cadáver reciente. El antiguo (muerto por hambre, frío, accidente, etc.) presenta menos problemas que el reciente. Uno puede argüir que "estaba ahí, ¿por qué desperdiciarlo?" El reciente, en cambio -y es el problema- puede serlo porque el comensal ha intervenido para que pasara a ese estado. Soportaríamos matarlo por la Patria, por sus crímenes o pecados, por nuestro honor o familia, pero... ¿por nuestro estómago? ¿"Enloquece" el hambre como "enloquece" el amor, el odio o la sed de venganza?; quiero decir ¿extingue nuestra conciencia moral, nuestra capacidad de distinguir lo prohibido de lo permitido?
Lacan afirma que es preciso renunciar a nuestro canibalismo oral -una forma de erotismo primordial- para circular por el campo de lo humano, campo en el cual prima la conciencia moral.
Quizás, la ¿confesión? del minero chileno indique que no se trataría de un "arrebato", sino de, casi, una planificación; no "emoción violenta", sino simple "premeditación". ¿Está bien, se justifica, es "comprensible" y "aceptable"? Pero...
Dice Primo Levi que, en el Campo de Concentración, "abocados a una muerte segura, (...) nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento". Nuestro consentimiento a lo atroz, a lo abyecto, a lo que nos deshumaniza. ¿Hemos de negar nuestro consentimiento a conservar la vida a costa de la muerte del semejante, semejante que, muy probablemente, no trepidaría en matarnos para comernos?
La tradición occidental tiene en Sócrates -quien pudiendo escapar de una condena a muerte inmerecida no lo hace- uno de los más bellos ejemplos del sostenimiento de la ley aún a costa de la vida misma, de las leyes humanas o divinas por más injustas o despiadadas (o inapropiadas para el momento) que ellas sean. La ley, o el precepto moral en el que se ha aceptado vivir, deben ser acatados siempre y a cualquier precio para sostener el lazo social. Caso contrario, la vida no merece vivirse... no merece vivirse deshumanizada.
En Las Suplicantes Eurípides hace decir a Teseo: "Doy gracias al dios que, de una existencia confusa y salvaje, conformó para nosotros esta vida". En esa existencia confusa y salvaje (ataktos) los dioses introdujeron el orden, la justicia y la ley. Sócrates murió por negarse a regresar a una vida confusa y salvaje. Renunció al erotismo primordial para circular por el campo de lo humano, y hacerlo circular aun a costa de su vida.
¿Cuántos Sócrates había entre los 33 mineros? Ni nosotros ni ellos lo sabremos nunca, aunque quisiéramos pensar que, al menos uno hubiera negado su consentimiento.